viernes, 23 de enero de 2009

LA CURACION DEL SORDO

“Le presentaron a un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga las manos sobre él. Él (Jesús), apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando sus ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: Effatá, que quiere decir ¡ábrete!; se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc. 7:32:35).

Cuantas veces hemos oído este pasaje del Evangelio…. Pero debemos preguntarnos ¿en realidad lo hemos escuchado?. La respuesta sincera, en la mayoría de nosotros, es que no, no hemos escuchado la voz de Cristo Jesús que nos habla en cada celebración durante el Evangelio. Los mismo sucede con toda la celebración de La Palabra, nos fijamos en el vecino de banca, en el niño que llora, en los ruidos que vienen de la calle, en fin, ponemos atención a sonidos provenientes de nuestros alrededores, pero no escuchamos ese mensaje que no está siendo enviado por Dios.

Siempre estamos dispuestos a escuchar el chisme que nos transmite el o la vecina, compañero de trabajo, pariente o amigo. Estamos prontos a dar oídos al tópico del futbol o de nuestro deporte favorito, pero qué difícil se nos hace concentrarnos en escuchar La Palabra de Dios. Será que, como los fariseos, para creer ¿queremos antes una señal del cielo?. No vaya a ser que obtengamos tal respuesta: “Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ¿Por qué esta generación pide una señal?. Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal” (Mc. 8:12)

Pero no, no puede ser eso, porque si somos creyentes, creemos en Jesucristo y no puede haber señal más grande ni clara que el propio Cristo Jesús. ¿Qué pasa entonces?. Asistimos a la Santa Misa y antes de comulgar damos la paz a nuestros hermanos cristianos, esa paz que deseamos a nuestro prójimo debería ser la misma que El Señor nos da y la que dio a los Apóstoles: “….se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros…” (Jn. 20:19). ¡Qué pasa entonces!, por qué cuando salimos del Templo nos olvidamos de esa “paz” que hemos recibido y que debemos otorgar y nos convertimos en seres egoístas, duros e inmisericordes. Aceptémoslo, necesitamos pedir fervientemente a Cristo Jesús que realice en nosotros ese milagro que nos narran los Evangelios y pronuncie esa palabra “Effatá” que nos abra los oídos, pero sobre todo, que nos abra el corazón para que penetre en nosotros la esencia de sus enseñanzas.

Volviendo al milagro del sordo que hablaba con dificultad, dejemos también que El Señor nos toque la lengua con su saliva para que podamos hablar. Hablar de Jesucristo y transmitir la Buena Nueva, transmitir el Evangelio a nuestros hermanos en Cristo. Si al ser bautizados todos somos convertidos al Sacerdocio de Cristo, estudiemos con entusiasmo para que también proclamemos La Palabra de Dios y podamos hacer crecer su Santa Iglesia.

En eso debemos aprender a nuestros Hermanos Separados, ellos estudian, se preparan y hacen proselitismo llevando La Palabra de Dios. Se han vuelto tan eficientes en su servicio, que han ido restando miembros a la Iglesia Católica; en parte por su empeño en el estudio y la predicación, pero aprovechando también nuestra ignorancia, nuestra pereza o nuestra desidia.

Transitamos por nuestra vida de bautizados como ese sordo con dificultad para hablar que nos narra el Evangelio, pero él fue afortunado y recibió la salud de manos del propio Cristo Jesús. No nos damos cuenta de que nosotros también somos afortunados, pues el mismo Cristo Jesús pronunció el “Effatá” sobre nosotros y nos ungió también con el Santo Crisma y nos aceptó como miembros de su Iglesia. Se preguntarán ¿cuándo hizo eso?, la respuesta es muy sencilla: cuando fuimos bautizados: “…Después de un nuevo exorcismo, se repite el magnífico gesto de Jesús, cuando untó con saliva los oídos del sordo. ¿No eran en realidad los milagros de Jesús, signos de curación más profunda, que es la que aquí se otorga?. Después se dice “Effatá”, es decir ¡Abrete!…” (C.H. P. 234).

Aquí cabe recordar una de las parábolas de Jesús: “Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz.” (Lc. 8:16). Esto quiere decir, que si Cristo Jesús mismo nos transmitió la Luz del Espíritu Santo, no fue para que la guardáramos dentro de nosotros solamente, sino para que esa misma Luz resplandezca ante todos nuestros Hermanos mediante la proclamación de Su Palabra.

La Palabra de Dios nos es revelada durante la celebración de la Santa Misa y disponemos también de ella cuando leemos la Santa Biblia, el mismo Cristo Jesús lo dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (Lc. 10:21).

Abramos, Hermanos, nuestros oídos a la Palabra de Dios y ejercitemos nuestra lengua para convertirnos en auténticos discípulos de Nuestro Señor Jesucristo. Proclamemos a los cuatro vientos Su Palabra. Seamos portadores del Evangelio, para gloria de Dios y de su Santa Iglesia.


SERGIO AMAYA S.
Junio de 1999.
Acapulco, Gro.

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